Es ahora, cuando vivimos uno de esos jetztzeit que tanto sugerían a Walter Benjamin. Ahora nos encontramos en un tiempo del aquí y el ahora, un presente en el que se concentran todas las energías pasadas y futuras dispuestas a desencadenar una revolución general.
Es ahora, cuando el bruto y la bestia se han aliado para desencadenar un estruendo ininteligible y un desorden mundial en todo el planeta. Es en este tiempo de guerra, en este aquí y ahora, cuando en España se desencadenan las hostilidades crecientes, los enfrentamientos cada vez más fieros, los escándalos más alucinantes.
No es la primera vez que lo hacemos. Decretar un pandemonium, un infierno patrio. Enfrentarnos a cara de perro, quiero decir. Ya Goya nos mostró nuestra afición al duelo a garrotazos que atravesó todo nuestro siglo XIX y la mayor parte del XX. Todo el franquismo fue una larga postguerra en la que los vencedores no ahorraron episodios de crueldad y grises ejercicios de desmemoria.
Hicimos todo lo posible para realizar un ensayo encaminado a construir una convivencia pacífica. No nos salió del todo mal. Durante casi cincuenta años hemos vivido sin matarnos y hemos acabado con un terrorismo que nació en plena dictadura y murió en plena democracia.
Tuvimos que aceptar algunos precios, contraer algunas hipotecas, que aún seguimos pagando. Alguna derecha nunca terminó de condenar el franquismo. Alguna izquierda aprendió rápido que la condena del franquismo no impedía formar parte de la nueva clase que ejercía el poder en la economía y la política.
Los poderes económicos transitaron, sin altercado alguno, intocables, desde los negocios fraguados en las cacerías de la escopeta nacional, hasta los tejemanejes, corruptelas y corrupciones de las concesiones administrativas, los pliegos de condiciones, las recalificaciones del suelo.
Pero no sólo. También llegó pronto la colaboración público-privada, los hospitales, los colegios, las residencias de mayores, las escuelas infantiles, la limpieza viaria, jardinería y recogida de basura. Titularidad pública, gestión privada. Universidades privadas financiadas en buena parte con fondos públicos.
Se cuentan por cientos los escándalos a lo largo de todos estos años, especialmente en los dos grandes partidos, pero también en aquellos lugares donde castas nacionales o territoriales se ha hecho con el poder durante décadas. El clima general de corrupción, el pujolismo, o los escándalos valencianos, fueron magníficamente contados en libros como Desfile de ciervos de Manuel Vicent, o en Crematorio, de Rafael Chirbes.
No somos tontos. Hemos visto crecer la riqueza de unos pocos. Hemos visto los repartos de concesiones. Podíamos intuir que estaban amañados, pero intuir no es tener pruebas. Hemos visto medrar a políticos, a esposas de políticos, a hijos de políticos, pasando de vender pisos a ocupar cargos en consejos de administración, a ser altos ejecutivos, o comisionistas, en agradecidos consejos de administración, o en puestos de alta dirección.
No somos tontos. Hemos visto actitudes chulescas, prepotentes, en dirigentes políticos que saben de todo, desprecian cuanto ignoran y van dando lecciones que se van correspondiendo cada vez menos con su nivel de vida. Los hay cutres y los hay con pedigrí, pero el efecto de los corruptos sobre nuestros bolsillos y sobre nuestra confianza política es el mismo.
Hubo nazis porque hubo muchos adinerados empresarios que hicieron negocio con el ascenso del fascismo. Hay corruptos porque esa clase económica bien relacionada, que transitó del franquismo a la democracia, que procreó y se adaptó a los nuevos tiempos, paga la fiesta, paga los pisos de lujo, los hoteles, los viajes y las comisiones que unas veces arreglan sedes de partidos y otras se quedan en los bolsillos que se abren a su paso.
Corren tiempos de guerra, pero antes que un cambio de gobierno, un nuevo movimiento pendular en el ejercicio del poder, necesitamos un nuevo pacto social, un nuevo pacto constitucional, una nueva transición democrática, que acabe con la corrupción y establezca bases de convivencia que respeten los derechos sociales y el reparto justo de la riqueza existente.
Ya lo decía Robe, en sus tiempos de Extremo Duro,
–O nos dejáis jugar, o sos rompemos la baraja.