Adios al trabajo

Hay quienes han decidido dar por muerto al trabajo. Hay quienes se ganan la vida disertando sobre la muerte del empleo. Hace casi 30 años que un tal Jeremy Rifkin anunció El fin del trabajo. Desde entonces el fenómeno del paro estructural en torno al 10 por ciento se ha consolidado como una realidad en numerosos países.

Se trata de ese porcentaje persistente de personas en edad de trabajar y que quisieran hacerlo, pero que no van a encontrar trabajo por mucho que lo intenten. Personas que pasan a formar parte de ese grupo de inempleables, de expulsados del trabajo y que, tras la voladura programada de los sistemas de protección social, se han convertido también en excluidos, pobres, marginados.

Pese a los anuncios reiterados de un fin del trabajo, la realidad es que trabajar sigue aportando prestigio social y no trabajar sigue siendo considerado un estigma, como si quien no trabajase fuera culpable de algo. En ese camino, a lo largo de ese recorrido, han ido apareciendo los trabajos precarios, el subempleo, o esos trabajos inútiles, perniciosos incluso, que David Graeber ha definido como Trabajos de mierda.

Puede que legalmente los contratos que eran precarios hayan pasado a ser denominados de forma consensuada como contratos fijos. La realidad es que los contratos son inseguros, el tiempo de trabajo es parcial, especialmente entre as mujeres, con libre disposición horaria por parte del empleador. La alternancia de trabajo y de inactividad forma parte de la realidad laboral de nuestros jóvenes, de muchas mujeres. Las tareas extraordinarias no remuneradas son moneda común.

Son cosas que pasan en nuestra España, tanto en el sector privado como en el público. Cosas que padecen especialmente las mujeres y los jóvenes, condenados al tiempo parcial no deseado, a las becas, pasantías y prácticas no remuneradas. Nos lo recuerda reiteradamente la Unión Europea, pero no terminamos de poner remedio nunca, entregados como estamos a asuntos y escándalos políticos que dan más votos.

Junto al fenómeno de los expulsados del empleo, los excluidos de la sociedad y los trabajadores precarizados encontramos la paradoja de que quienes se supone que son trabajadores estables, que se entregan a la vorágine de las jornadas sin desconexión posible, atenazados por los correos electrónicos, el móvil, atender a los whatsapp y nutrir permanentemente las redes sociales.

Tener un trabajo fijo no significa haber vencido la precariedad. A la dedicación permanente tenemos que añadir la formación continua, la digitalización expansiva, la autoevaluación y las evaluaciones externas, la eficacia y la eficiencia, la productividad y la exposición constante  en mitad de la plaza pública, donde podemos ser visualizados, juzgados, en todo momento.

Son muchas las personas que trabajan en plataformas. Trabajar en plataformas significa compartir, pero significa también competir sin descanso. Cientos de miles de personas que transportan mercancías, que reparten productos, que realizan tareas de mantenimiento, prestan servicios de limpieza, o de cuidados personales.

No nos damos cuenta, pero la degradación del trabajo en las plataformas termina por afectar a todos los empleos. No están sólo en las grandes ciudades, también en las pequeñas localidades. Entran en nuevos sectores, pero también en otros tradicionales como la agricultura.

Parecen un signo de los nuevos tiempos, pero suponen la única forma de supervivencia para muchos de esos trabajadores que han pasado a ser conocidos como trabajadores pobres. Personas con trabajo, pero que no pueden garantizar su suficiencia económica, ni su autonomía social, familiar, personal.

Es cierto que hay trabajos seguros, con derechos bien regulados y bien pagados, pero también han aumentado los trabajos precarios, mal pagados, inestables. Se ha producido una fractura mayor en el empleo.

En general todos  los puestos de trabajo se han visto afectados por esta dinámica. Hasta los empleos considerados más seguros sienten la amenaza de pérdidas de derechos, poder adquisitivo, menores salarios, peligro de desaparición y una mayor flexibilidad que termina produciendo precariedad.

Esa es la tarea que la clase trabajadora tiene por delante si consigue ahuyentar el fantasma de la desaparición del empleo y conjurar la maldición de un trabajo precario, pobre y sin derechos. Si consigue sacar fuerza de flaqueza y recuperar la conciencia de sí misma y el orgullo de su historia y de su voluntad de existir.

No será fácil, pero esa es la tarea.

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