El trabajo que tememos perder

Hubo un tiempo reciente en el que creímos que la jornada laboral se reduciría cada vez más y que nuestras condiciones laborales no harían sino mejorar progresivamente. Pensábamos entonces que el tiempo libre nos traería una vida de ocio que sería nuestro indefectible destino.

La realidad nos abrió los ojos a golpes de una globalización que ha supuesto un reparto mundial del trabajo, una fractura, una división que no podíamos entrever en aquellos tiempos no tan lejanos. Cada país ha adoptado unas tareas, unas funciones en el conglomerado mundial.

En España nuestro desarrollo histórico nos ha conducido a un escenario de sectores de construcción,  turismo, pequeñas empresas, que ha traído altas tasas de paro y empleo estacional. Cada reforma laboral, en aras de la flexibilidad y cantando a una inexistente estabilidad, nos ha consolidado como país de temporalidad, de contratos a tiempo parcial, de bajos salarios, de largas jornadas de trabajo, de maltrato laboral de mujeres, jóvenes y sectores precarizados.

Una cosa son los tiempos de trabajo fijados en el contrato y otra cosa muy distinta las jornadas semanales reales de trabajo y dedicación. Horas que dedicamos a obtener recursos salariales que nos permitan adquirir esos bienes que creemos que nos posicionan bien en un mundo que se mide por la capacidad de consumo.

El año pasado, los que se creen más afortunados viajaron a Kenia, este año a la India y nuestro siguiente avión nos llevará a Tailandia. Los coches que compramos, las urbanizaciones donde vivimos, son los signos de poder y bienestar, marcadores que indican la posición que ostentamos en la escala social.

Es curioso que, tras la crisis económica, tras la pandemia, el consumo siga creciendo a buen ritmo, aunque los salarios no aumenten demasiado y las condiciones laborales no mejoren sustancialmente. La clave vuelve a ser el endeudamiento de las familias, pese a que la mitad de las familias españolas tiene problemas para llegar a fin de mes.

Son estas personas las que tienen que conformarse con un ocio en las redes sociales, ante el televisor, en internet, con videojuegos, o adentrándose en la aventura de los centros comerciales. Sin embargo, aquellos que ganan más dinero y tienen trabajos más estables, pueden disfrutar en vivo de viajes apasionantes, de aventura, lejanos destinos, vivir jornadas de vacaciones en parques temáticos, experiencias repartidas en minivacaciones a lo largo del año.

Vivimos en un país que presume de pertenecer a los más ricos del mundo. Deberíamos de poder presentar la realidad de unos empleos de calidad, estables, seguros, con derechos. Sin embargo no es eso lo que nos encontramos. La mayoría de la población trabajadora se enfrenta a un proceso de empeoramiento de sus condiciones de trabajo.

El círculo vicioso de trabajar para ganar dinero y gastarlo en un consumo ostentoso que demuestre nuestra calidad de vida se ha convertido en lo habitual, lo normal, lo deseado mayoritariamente, aunque para ello haya que gastar por encima de nuestras posibilidades, por encima de los recursos obtenidos con nuestro trabajo. El resultado es un endeudamiento cada vez mayor.

En un mundo que transforma aceleradamente la realidad del trabajo nos sentimos amenazados, inseguros, en riesgo de perder el empleo y caer al abismo de la marginalidad. Gobernar este proceso es la misión cada vez más complicada para unos poderes públicos nacionales que se muestran incapaces tan siquiera de coordinar sus esfuerzos, a nivel internacional, para combatir los efectos perversos de la globalización sobre los empleos, los salarios y la calidad de vida en sus países.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *