Consumo y responsabilidad

Somos personas, somos consumidores. Trabajamos, montamos empresas. Nos han enseñado, ya en los institutos, que hay que ganar dinero, obtener beneficios. Economía, emprendimiento, actividad empresarial, modelos de negocio y cosas así estudian los alumnos y alumnas de enseñanzas medias.

Como si salir a buscar trabajo cada día y aceptar contratos temporales, a tiempo parcial, o de temporada, siempre en condiciones de precariedad laboral, no fuera suficiente emprendimiento. Como si ser asalariado fuera mucho menos que aceptar esa misma precariedad como autónomo, o como falso autónomo, en esas economías que llaman de plataforma.

Nos han enseñado que hay algo que se llama responsabilidad social corporativa, que nos obliga a detectar si aquello que producimos puede causar algún tipo de mal para la salud, o la vida de los consumidores.

Ante situaciones así hay que elegir entre defender a las personas, o defender el negocio a toda costa. Defender a los consumidores, a las personas, puede perjudicar a la empresa, al beneficio del empresario y de sus inversores. Al final son muchas las empresas que entran en el juego de intentar viralizar sus productos, tirar de redes sociales, intentar dirigir la “libertad” de las personas hacia el consumo de sus productos y olvidarse de la famosa responsabilidad.

Las redes sociales, la publicidad online, recurrir a los influencers, se están convirtiendo en herramientas comunes que limitan y condicionan la libertad sin que nadie quiera verlo, ni actuar, ni fijar criterios, buenas prácticas y comportamientos éticos al respecto.

Al final, como en tantas otras cosas, el culpable último termina siendo la víctima, el propio consumidor. Responsables y culpables por compartir nuestros datos, aceptando condiciones de uso que permiten que terminemos siendo víctimas propiciatorias de ese inmenso procesador comercial de datos personales. Dónde estamos, qué compramos, qué páginas visitamos, qué nos interesa, qué cosas no nos gustan.

Datos comprados y vendidos, traficados, intercambiados, publicitados. Y es verdad que si no lo permitiéramos el todopoderoso modelo publicitario de internet se iría al traste, porque la calidad de la publicidad, su impacto, su capacidad de fidelizar al consumidor, la posibilidad de que formulen ofertas personalizadas, en función de tus gustos, tus deseos, bajaría mucho.

Pero lo cierto es que son las empresas, las que por las buenas o forzadas a ello, deberían dejar de usarnos como conejillos de indias, hinchando sus ingresos a costa de manipular nuestras necesidades. Los actuales monopolios, oligopolios, del tráfico de datos, dejarían de hacernos demandar cosas inútiles, dejarían de sobresaturar nuestras vidas y nuestras mentes, tendrían un comportamiento más sostenible con nuestra supervivencia en el planeta.

La demanda real, fruto de las necesidades reales se ha visto sustituida por una demanda artificial. Se dirigen a nosotros de forma personalizada, confrontan unos productos con otros de forma interesada, predicen, saben y nos persuaden para querer comprar aquello que ellos deciden.

Nos hacen creer que somos los protagonistas, nos fuerzan a utilizar aplicaciones de todo tipo hasta convertirnos en adictos. Nos sumergen en un proceso de información sesgado, polarizado, inmersos en la desinformación. Muchas mentiras persistentes terminan adquiriendo apariencia de verdad.

Pero el precio a pagar por la empresas sería vender menos, menos compulsivamente. Producirían menos. Generarían menos desperdicios, menos basura de todo tipo. Tal vez habría menos trabajo y, por eso, los propios trabajadores podrían ver mal un cambio en la forma de producir y consumir.

Tal vez, para mantener beneficios, algunas plataformas, productos, servicios, tendrían que cobrar lo que hoy es gratis. A fin de cuentas, nuestro acceso a internet es barato porque facilitamos que jueguen con nuestros datos, trafiquen con ellos, los comercialicen para convertirlos en ofertas publicitarias.

Bien pudiera ser que las brechas digitales actuales se agrandaran a causa de que sólo los que pudieran pagarlo podrían acceder al consumo de calidad destinado a satisfacer sus necesidades reales y no las creadas artificialmente.

En definitiva, somos conscientes del problema, pero no ponemos en marcha las respuestas y las soluciones. A veces por miedo y otras veces porque el amor al dinero y el control de los mecanismos del poder se imponen sobre las vidas humanas.

Haremos bien en no abandonar este debate. Haremos bien en buscar las mejores maneras de asegurar la libertad real para elegir colectivamente las decisiones que mejor responden a nuestras necesidades reales. En cualquier caso el consumo responsable no es la única ni la más decisiva respuesta a la falta de responsabilidad social de muchas empresas.

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